¿Por qué es necesaria una
filosofía underground?
José Luis Gulpio – Lic. en Filosofía
Porque estoy firmemente convencido de que si la filosofía no deja de ser la hija obediente y dócil de una familia acomodada y establecida con un padre autoritario como cabeza, nos priva de lo más valioso que tiene para dar: la disrupción salvadora.
Acuñé el concepto de «filosofía underground» porque en el ámbito académico y en la mayoría de las instituciones educativas la filosofía está muerta. Es un cadáver ilustre que solo sirve en función de la ambiciosa carrera de quienes la han prostituido, despojándola de su misión emancipadora al servicio del ser humano. Si quiere recuperar su esencia perturbadora debe decidirse por vivir en el destierro, a cielo abierto. De lo contrario se transforma en un instrumento más para perpetuar lo vigente, lo que no molesta, lo que conviene y no cuestiona.
Una condición sine qua non para el pensamiento filosófico honesto es la libertad. ¿Pero de qué tipo de libertad de pensamiento podemos hablar cuando debes obediencia al patrón que te paga el sueldo? Y no importa si este es un eminente consejo académico, una asociación civil, un obispo o el Estado, porque el poder jamás alimenta a quien se atreve a interpelarlo. Y esto aplica tanto al ámbito público como al privado, porque el Estado, al fin de cuentas, no es más que un grupete al frente del gobierno de turno que desea hacer prevalecer sus intereses e ideología.
Por eso cada vez que un nuevo gobierno accede al poder procura incidir en los programas educativos y, al igual que la religión, también tiene un credo que exige obediencia, y que si no se acepta decreta la excomunión ipso facto de los díscolos.
1 El texto que presento a continuación pertenece al Epílogo de mi libro «Sospecho que… Recelos desde una filosofía underground» editado por Edit. Minúscula, Montevideo 2024.
Aunque abundan los discursos políticamente correctos y publicaciones con apariencia de objetividad científica, sabemos que son expresiones de un pensamiento tutelado. Rectores universitarios, obispos, directores son los que efectivamente decretan qué es lo verdadero y qué es lo falso, qué es lo bueno y qué es lo malo, qué se puede decir y qué será vetado. Porque, en definitiva, la «verdad» que logra comunicarse en esos ámbitos es lo que el poder validó como tal. Los patrones tienen la billetera de la que los empleados dependen y además pueden convertirte en el último del escalafón; y para los que quieren vivir de la filosofía —y no para ella—, esto es aterrador.
Cuando me refiero a filosofía aludo a esa actividad reflexiva y discursiva que solo es posible en condiciones que permiten utilizar con libertad la propia cabeza, habilitando la creatividad y las preguntas; por supuesto que apoyándonos en lo que otros han pensado en el pasado y en el presente, pero no conformándonos con ser meros comentadores. Solo discurriendo en primera persona es que se desarrolla un verdadero pensamiento crítico y original. Porque hacer filosofía no es ser glosador de citas egregias. Explicar y extraer conclusiones mediocres y descontextualizadas de lo que otros han escrito —por muy honorables que sean— no es hacer filosofía. Pero parece que en esta parte del mundo pocos lo perciben; aquí seguimos pidiendo permiso para pensar. Intuyo en esta actitud, y en el constante miedo al error o a la herejía, un resquicio de nuestra etapa colonial, por eso solo nos atrevemos a parafrasear autores y a acumular bibliografía compulsivamente para sentirnos respaldados, porque no gozamos del coraje de expresarnos si no es con toneladas de referencias bibliográficas y notas al pie.
En nuestras latitudes, aunque adjetivemos a la filosofía de muchas maneras, aún no logramos hacer uso de nuestra libertad y continuamos pidiendo autorización a Europa y a Norteamérica para reflexionar. El ejemplo más claro es ese miedo permanente de no haber leído lo suficiente todas las fuentes que nos aseguren el derecho a expresar una palabra pertinente sobre determinado tema. Los divulgadores de filosofía de moda que captan la atención del público son simples comentadores atractivos de filósofos europeos, pero no ofrecen nada, son como de cotillón.
Los grandes pensadores reflexionaron sobre problemáticas concretas de la realidad y de su tiempo —eso es lo que los hizo grandes—, nosotros sin embargo nos dedicamos a analizar lo que ellos reflexionaron. Por eso ellos hicieron filosofía y nosotros apenas historia de la filosofía. No reflexionamos sobre problemas sino sobre lo que otros han pensado y escrito al respecto de determinados problemas; al final somos como simples amplificadores. Irónicamente, aun los que se autoperciben como los más «progresistas» de los intelectuales latinoamericanos no han tenido el valor de descolonizarse; tal vez porque si lo hacen no tengan nada para ofrecer o porque les sigue siendo rentable vender cursos sobre Nietzsche, Heidegger, Foucault y Byung-Chul Han.
La filosofía no está exenta de lo que ocurre a otras disciplinas del ámbito universitario que, para acrecentar el curriculum de los docentes e investigadores, deben publicar asiduamente en las revistas especializadas; junto con otros factores, esto logra posicionar mejor a las universidades en el ranking académico. Pero esta maratón de publicaciones se lleva adelante a costa del rigor científico y de la profundidad de pensamiento, degradando el saber a elaboración compulsiva de productos que se fabrican en serie y que aparecen bajo la forma de artículos light sobre los más variados temas. Artículos científicos que se presentaron como grandes descubrimientos en revistas de importante reputación han tenido que ser desmentidos 2 porque no lograron pasar con éxito la verificación y revisión de pares. Es que en la sociedad del rendimiento —que las universidades y las revistas científicas también integran— contrastar un experimento o falsar una teoría se sacrifica en pos del éxito inmediato. El sistema educativo y excelentes pensadores han caído presos de la lógica empresarial, deben venderse y seducir para captar clientes; ya no pueden salirse de ese círculo. Deben cumplir sus compromisos y jugar el juego del rendimiento y la calificación. ¡Que les vaya bien, pero que quede claro que nada tiene que ver con el conocimiento y menos con la sabiduría!
Por eso estoy convencido de que la filosofía, esa que fue el primer amor de los que se dedicaron sinceramente a este saber, no se aloja en las instituciones educativas, sino que apenas sobrevive en la periferia, en autodidactas que se animan a pensar fuera del sistema. La filosofía que me interesa es la que llamo «underground», porque no tiene ningún yugo que la someta ni intereses que venerar. Porque a ella no le gusta ser domada por profesores asalariados, sino que se regocija en la compañía de nómades sedientos. Schopenhauer comprendió esto y lo expresó magistralmente y con claridad meridiana: «Como consecuencia de todo esto, quien no aspire a una filosofía de Estado y una filosofía de broma sino al conocimiento y, por tanto, a la búsqueda de la verdad tomada en serio y sin consideraciones, tendrá que buscarla en cualquier parte antes que en las universidades, donde su hermana, la filosofía ad normam conventionis, ejerce el mando y escribe el menú. (…) Es una planta que, como la rosa de los Alpes y las flores de los despeñaderos, solo crece al aire libre de la montaña y, por el contrario, degenera con los cuidados artificiales. Aquellos representantes de la filosofía en la vida civil la encarnan en su mayor parte solo como el actor al rey. ¿Acaso los sofistas, con quienes Sócrates se querelló incansablemente y a los que Platón convirtió en tema de escarnio, fueron otra cosa que profesores de filosofía y retórica? (…) Las más altas aspiraciones del espíritu humano nunca son compatibles con el lucro: su noble naturaleza no se puede amalgamar con él»3 . Los «eruditos aislados» son los que mayor «servicio han prestado al escaso número de seres pensantes» y esto pudieron hacerlo porque escaparon de esa trituradora del pensamiento libre que es la «academia», así lo expresaba Voltaire hace siglos en carta a un amigo.
2 Es paradigmático el último escándalo al respecto que tiene como protagonista al investigador Gunasekaran Manogaran y la gran trama de estudios científicos falsos que logró publicar en renombradas revistas científicas.
3 Schopenhauer, Arthur, Parerga y Paralipomena, Ed. Trotta, España, 2023, pág. 183.
Amor a la sabiduría…
La etimología de una palabra no siempre ayuda a conocer su significado, dados los múltiples sentidos que ha acumulado a lo largo de la historia. Sin embargo, en el caso de la filosofía no podemos privarnos de su significado etimológico porque nos revela características esenciales de esta.
Filosofía: «amor a la sabiduría». De aquí se desprenden dos ideas muy sugerentes. Por un lado, nunca está de más recordar que la filosofía es un «amor a…», una «búsqueda de…», un ir de camino por amor; un amor que no pretende poseer ni dominar ni hacerse propietario. Si fuera así, dejaría de ser amor para devenir en patología. El amor del saber filosófico no se busca a sí mismo en el objeto amado para autoafirmarse y sentirse seguro. Tenemos aquí entonces una primera idea de lo que es y de lo que no es la filosofía. No es el amor infantil e inmaduro del narcisista que busca adueñarse del objeto amado congelándolo en sentencias. No es el deseo agresivo de los que buscan arribar siempre a definiciones cerradas procurando moverse en terreno seguro. Sócrates es el modelo de filósofo preocupado más en buscar la sabiduría y comprender la realidad antes que en jactarse o fanfarronear con certezas engañosas. Claro, por ser coherente, no hizo fortuna, vivió en la pobreza y terminó condenado a muerte. Sus enemigos, que vendían seguridades y todo lo que la gente quería escuchar, eran ricos y recibían mucho dinero por sus clases, pero a ellos aplica el refrán latino: «Fortuna favet fatuis» (La fortuna favorece a los tontos)4. A los sofistas hoy solo se los recuerda por su infamia; la historia les asignó el lugar de un adjetivo peyorativo.
Por un lado, entonces, tenemos la disposición de la persona que, según la etimología de «filosofía», emprende el camino de «buscar», de «amar», de «dirigirse hacia…», y por otro esta definición también nos muestra cuál es el objeto que se ama y busca: la «sabiduría». Y aquí deseo hacer una distinción importante: «sabiduría» es un concepto mucho más amplio y rico que «conocimiento». Haciendo una simplificación podemos decir que el conocimiento es el dominio conceptual, técnico o científico de un ámbito concreto de la realidad.
Puedo conocer cómo están compuestos los alimentos, cómo funciona el cuerpo humano, las leyes de la física, los axiomas matemáticos, un software, los algoritmos o la inteligencia artificial. Puedo elaborar tecnología cada vez más compleja y sofisticada, sea al servicio de la medicina o para favorecer a la industria bélica. Para todo lo anterior se requiere conocimiento ¡y mucho! Sin embargo, se necesita, además, sabiduría para preguntarse cómo utilizar ese conocimiento y cómo orientar sus logros. Se requiere sabiduría para comprender que la vida humana es más que conocimiento e inteligencia; también queremos vivir una vida buena, gozar de serenidad, aprender a amar, vincularnos mejor, organizar sociedades más equitativas, tener criterios sanos para educar a nuestros niños en el uso de la tecnología. Precisamos sabiduría para saber para qué estamos trabajando y produciendo y cómo queremos orientar nuestra vida. Necesitamos ser sabios para no vivir como autómatas y saber para qué y por qué hacemos todo lo que hacemos, y quién estableció esos objetivos. Para vivir de acuerdo con las metas que nos hemos planteado se requiere sabiduría; conozco a muchas personas consideradas brillantes intelectualmente, con gran caudal cognoscitivo, que carecen de ella. Son eruditos fabulosos pero incapacitados para reflexionar más allá de sus conocimientos adquiridos, son pensadores bibliográficos. No se cuestionan si su conocimiento los hace más libres, si es acorde a la realidad o hacia dónde se están dirigiendo. Tampoco se preguntan si el poderío técnico nos facilita y mejora la vida o si simplemente son nuevos productos para consumir. Incluso no logran vincularse asertivamente ni expresar sus emociones.
4 Porque el sabio solo cuenta con sus propias luces.
La filosofía no busca atraer creyentes…
Como expresé en una de las sospechas del libro: la filosofía no busca atraer a creyentes ni captar adeptos porque no es una religión. Por eso cuando se coloca al servicio del poder deriva en sofística. Esto sucede por ejemplo cuando desde universidades confesionales, es decir religiosas, se intenta influir en la sociedad civil de manera velada vendiendo un discurso filosófico de aparente objetividad y rigor científico, pero que no es tal. La Iglesia católica aún no ha comprendido que ya no tiene la función que ostentaba en época de cristiandad de «moralizar a la sociedad» y no sabe situarse en un contexto secular, plural y laico, y continúa intentando influenciar las decisiones políticas y la vida civil. Esto queda patente si se sabe leer entre líneas el discurso de los académicos que conforman el brazo extendido y prolongación de la Iglesia que son sus universidades católicas privadas. El anhelo de fondo, el tono y la exacerbación que exhiben en sus disertaciones son los mismos de los pastores en una misión evangelizadora; desean que la sociedad asuma sus códigos morales porque consideran que esa es la verdad y lo mejor para el ser humano. Esto es entendible dado que una religión como la cristiana, que se entiende depositaria de la revelación de Dios manifestada en Jesucristo, expresada en las Sagradas Escrituras e interpretadas oficialmente por el Magisterio de la Iglesia, se siente «madre y maestra» que debe orientar a los que «aún no han llegado a la verdad».
Esta influencia que la Iglesia católica quiere ejercer en la sociedad plural a través de sus académicos es burda, un plan mal ejecutado. Porque, aunque se esconden detrás de argumentaciones —que en realidad son postulados—, simplemente realizan escenificaciones de problematizaciones para luego, cuando se acercan al abismo del drama humano ante sus límites y falta de absolutos, sacar del bolsillo la Biblia y ofrecer recetas tranquilizadoras, la carta maestra que no habían mostrado durante todo el juego.
A estos sofistas religiosos se los puede reconocer fácilmente porque son proclives a no poder disimular su gusto por las definiciones tranquilizadoras, los sistemas explicativos totalizantes y demás conceptualizaciones que los haga sentirse que están apoyando los pies en suelo firme. Les aterra la inestabilidad, lo incierto, lo cambiante y el movimiento. Esto no debe sorprender, porque en realidad, aunque no lo explicitan, son creyentes que necesitan sentirse «en las manos de Dios» que todo rige con su «Providencia». Ellos luchan contra la realidad, que es dinámica, caótica, sin lógica y absurda. Por eso crean sistemas explicativos donde al final las cuentas cierren prolijamente, doctrinas que contengan leyes naturales, sentidos objetivos y valores inmutables; luego de que ellos mismos se creen las ficciones que han elucubrado, buscan imponerlas.
Los «filósofos cristianos», que en la práctica representan a la voz oficial de su iglesia o universidad religiosa, son en realidad catequistas camuflados de académicos que manipulan y prostituyen a la filosofía. Utilizan arbitrariamente textos de filósofos para aparentar que hacen filosofía cuando en verdad su objetivo es hacer apología de su religión e incidir en la vida social.
Entonces ¿para qué derrochar energía valiosa leyendo o debatiendo con una filósofa cristiana o un filósofo cristiano sobre todos estos temas haciendo de cuenta que están reflexionando e indagando cuando en realidad ya saben el lugar al que deben llegar? Cuentan de antemano con todas esas respuestas gracias a su religión. ¿Son de confiar estos seudofilósofos que esconden la Biblia bajo la mesa y que proponen mitos como realidades? ¿Se puede esperar de ellos honestidad intelectual? Mi respuesta es que no; porque por su propia definición nada de su filosofía podrá contradecir los dogmas y verdades de su religión y de las instituciones que representan, y esto es lo más antifilosófico que pueda existir. Aunque son muy seductores y con discursos hipnóticos, en el fondo son sofistas al servicio del templo; lo único que desean es convencer e imponer su moral religiosa.
Quienes así se manejan son autoritarios contenidos; pequeños dictadores enmascarados a los que les gustaría que la única libertad de pensamiento fuera la de ellos. Esconden deseos totalitarios, por eso necesitan y exigen respuestas claras, reivindican identidades y privilegios.
Los que entienden al ser humano y al mundo desde la «idea», desde una cosmovisión esquemática, unitaria y homogénea, o son ingenuos o su credo e ideología puede más que la sensatez. Porque no se puede imponer a la realidad una idea ordenadora que pretenda explicar y totalizar lo que es imposible de cosificar. Ningún molde es acorde a la vida del hombre, a su entorno, a sus contradicciones y, en definitiva, a su existencia. Al ser humano no se le puede mantener atado al poste de los conceptos estáticos.
Es por eso que la filosofía que necesitamos debe ser underground, lejos de los centros de poder. No podemos darnos el lujo de perder tiempo con los que creen que hay definiciones objetivas y trascendentes de «naturaleza humana», de «esencia del hombre», de «felicidad», de «sentido de la vida», de «libertad» y de otros conceptos con los que lucran. Son mercaderes, algunos de ellos engañan deliberadamente, otros simplemente se creen esos relatos porque no se han detenido a pensar en profundidad; simplemente han aceptado lo que recibieron en su educación, lo que dice su religión o lo que leyeron. Que estos charlatanes tengan éxito en esta sociedad del espectáculo en la que vivimos no es de asombrar: «Mundus vult decipi, ergo decipiatur» (El mundo quiere ser engañado, luego engañémosle) 5.
La filosofía sabe que siempre vivirá a la intemperie porque no tiene un Dios que le resuelva sus problemas. Para ella Dios es una hipótesis que, en todo caso, debe poner entre paréntesis. Porque si lo admite deja de ser filosofía, dado que asume la existencia de un ser todopoderoso y omnisciente, ¿entonces cuál es el sentido de indagar e interrogarse con las pobres fuerzas del razonamiento? Para hacer filosofía, Dios y sus mandamientos deben quedar afuera, de lo contrario será una especie de catequesis laica repleta de textos de filosofía ultrajados que se utilizan a conveniencia.
La filosofía es hija de la indigencia, de saberse en camino, de no considerarse propietaria de verdades absolutas, sino una humilde administradora de preguntas cuyas respuestas generan nuevas y mejores preguntas. Interrogantes que, al filosofar, se convierten en más profundas y complejas. La historia del conocimiento nos ha enseñado que la pretensión de validez inmutable y universal de nuestros conceptos es una gran fantasía. Con su sobriedad superlativa, Borges lo dijo magistralmente: «Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas»6.
Es por esta razón que quienes se toman en serio la tarea de pensar vivirán siempre a la intemperie sin el freno de una institución que les limite la libertad de pensamiento y expresión o les exija obediencia. Tampoco tendrán el apoyo popular porque en el estado actual de cosas «el público» quiere recetas rápidas de cómo vivir, cómo ser feliz, cómo ser exitoso, cómo descansar, cómo comer, cómo llegar al cuerpo deseado, cómo llegar a un Dios o energía que les tranquilice, etcétera. La episteme les interesa menos que la doxa. Nadie quiere a quienes hacen una autopsia de la realidad y no traen buenas noticias ni mensajes cándidos que calmen. Los pensadores a los que no les interesa agradar auditorios no están acompañados del reconocimiento de sus contemporáneos. Ellos desean comprender el mundo a través de una reflexión profunda y libre de intereses espurios; no quieren mantener cautivo a interlocutores pasivos e infantiles sino potenciar a sujetos maduros.
La filosofía es de por sí periférica, todo lo demás es negocio: «Una vida libre no puede conseguir muchas riquezas, porque eso no es fácil de hacer sin dar cabida al servilismo de la turba o de los poderosos, sino que las logra todas mediante una continua liberalidad» 7. Los que optan por vivir de la filosofía engañando a la gente sabrán por qué lo harán, quizás para poder mantenerse a ellos y a sus familias, por ambición, o para proporcionarle al público lo que quiere escuchar, tal vez simplemente por miedo a la libertad.
5 Antiguo refrán latino.
6 Borges, Jorge Luis, La esfera de Pascal, Obras Completas, tomo ii, Edit. Emecé, Buenos Aires, 1974, pág. 14.
7 Epicuro, Obras Completas, Ed. Cátedra, España, 2023, pág. 104.
El deseo de fama y aceptación constante, además de que es signo de inmadurez, es incompatible con la reflexión y el conocimiento, dado que para reflexionar en profundidad se requiere tiempo, sosiego, observación, soledad, silencio y, en definitiva, todo lo que el ritmo de la farándula no permite tener. Porque el mundo mediático, aunque esté integrado por intelectuales, se nutre de la exposición permanente, de producir material constantemente y del inmediatismo. Obviamente también se alimenta de lo que genere adhesiones y aplausos; aunque generalmente la sabiduría y el conocimiento no son rentables ni divertidos.
Es una falsa creencia sostener que el que enseña algo es el más experto en ese tema; olvidamos que muchas veces las personas tienen un precio, contactos poderosos e intereses en juego. Es así que es posible que los más capacitados prefieran desertar de la burocracia estructural y de la lógica comercial que ha copado los sistemas educativos y que además les quita tiempo para su estudio e investigación personal.
Kant fue muy astuto al separar su enseñanza universitaria de su propuesta filosófica, aun así, tuvo que tragarse algunos sapos y no estuvo exento de censuras. Él sabía que su vinculación a la institución universitaria implicaba hacer alguna genuflexión al poder y a la religión oficial. En uno de tantos problemas que enfrentó debido a sus publicaciones exclamó: «En verdad yo pienso con la más pura convicción y con una enorme satisfacción muchas cosas que jamás tendré el valor de decir, pero nunca diré algo que no piense». 8.
El desafío de pensar en primera persona…
Por no someter el conocimiento al tribunal de la crítica y por no pasar de este a la sabiduría es que seguimos comprando discursos enlatados en otra parte del mundo y los aceptamos pasivamente. Repetimos conceptos importados sin pensar en su aplicación real en nuestro contexto; expresiones como: «desaparición del sujeto», «deconstrucción», «posestructuralismo», «posmodernidad», etcétera.
Es común escuchar en los discursos de los divulgadores de filosofía de nuestras latitudes su devoción por la llamada «posmodernidad», por el «pensamiento débil» y por los «pequeños relatos de sentido» en contraposición al concepto fuerte de razón propio de la modernidad y al «yo» como fundamento del conocimiento que se inició con Descartes, el llamado «yo cartesiano». Junto con Foucault (aunque este alerta sobre los tentáculos del poder en la subjetividad humana) celebran la desaparición de este sujeto que para ellos ha sido causante de muchos males. El concepto de «razón» fruto de la Ilustración, nacido entonces con la filosofía de Descartes, y obviamente consolidado con Kant, es ahora abandonado, ya que la posmodernidad sostiene que ha sido el motivo de la explotación del hombre por el hombre derivando en guerras mundiales, campos de concentración y totalitarismos.
Los posmodernos creen además que lo que realmente condiciona y mueve a ese «yo cartesiano» es la «estructura» que este integra (estructuralismo, posestructuralismo). A su vez estas expresan juegos de poder y relaciones de intereses que deben quedar al descubierto (Foucault). Por ello, para estos pensadores hay que abandonar un tipo de racionalidad que ha sido origen de injusticias, destrucción del medioambiente e ideologías opresoras. El hombre fuerte que, con el poder de su capacidad racional, puede conocer y descifrar todos los enigmas, se convirtió en un asesino serial que destruyó, colonizó, esclavizó y terminará con el planeta si no lo detenemos. Luego de ver el horror provocado por el ser humano y del escándalo de los genocidios del siglo xx, las grandes cosmovisiones cayeron, por eso la posmodernidad y sus voceros optan por los pequeños relatos y dialectos de sentido locales, un pensamiento débil y humilde que sepa reconocer la diversidad y aceptarla. Gianni Vattimo es la figura más conocida de esta postura.
8 Carta del 8 de abril de 1766
La palabra que en la actualidad hay que utilizar para ser admitido en los círculos intelectuales más progresistas es «deconstrucción», basta pronunciarla y automáticamente quedas como un intelectual de avanzada. Por supuesto que también hay que mencionar en público a Wittgenstein para poder decir que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» 9 y que no debemos apartarnos de las formas lógicas para entenderlo. Obviamente ese mundo es, estrictamente, la totalidad de los «hechos» 10 que lo conforman. Para estos solo tienen sentido las proposiciones que representan un estado de cosas que sea posible «lógicamente», y si no es así, es mejor no hablar. Claro, luego el propio Wittgenstein a las risas les dijo a todos que no era tan así y que existen también los «juegos del lenguaje» que lo convierten en sumamente impreciso y cambiante.
El concepto de «deconstrucción» es el campeón. Deconstruir, desmantelar discursos y creencias para poder llegar al núcleo que se considera más puro e indivisible; labor que procura purificar para luego volver a edificar sobre nuevas ideas ya más libres de ideologías y sesgos (permítanme una sonrisa irónica). Derrida criticó la pretensión de racionalidad de los sistemas lingüísticos e hizo tambalear las bases del edificio de los estructuralistas; es así que denominó «deconstrucción» al método que él utilizó para analizar los textos. Este concepto remite a Heidegger y su propuesta de «destruir» la historia de la metafísica que se había consagrado al ente en desmedro del ser. En Derrida esta destrucción es para descubrir las diferencias ocultas en las teorías filosóficas y en los textos a analizar. Él no pretendió ofrecer interpretaciones y resultados de las obras de los pensadores que analizó deconstruyendo, sino que mostraba los diversos significados de las palabras. El método derrideano ha tenido muchas adhesiones y seguidores en gran parte del mundo occidental y es aplicado a todo tipo de objeto como forma de desmenuzar los múltiples significados acumulados históricamente y así sacar a luz las ideologías y las fuerzas de poder tras ellas.
Me pregunto si desde Latinoamérica debemos aceptar pasivamente todos los paquetes que llegan desde el exterior. No me conformo con asumir y repetir con mi acento las conclusiones a las que llegaron otros sin someterlas a crítica y sin juzgar si son apropiadas a mi realidad. Antes de pregonar la desaparición del sujeto que nació con la modernidad quiero hacerme algunas preguntas desde un continente que no conoció jamás al «yo cartesiano» y que nunca llegó a ser «sujeto» de la historia. En las tierras conquistadas no fuimos dueños del «verbo», sino que este fue un regalo que tuvimos que aceptar sin condiciones, hubo sangre de por medio.
9 Wittgenstein, Ludwig, Tractatus lógico-philosophicus, Edit. Gredos, Madrid, 2017, Aforismo 5.6, pág. 55.
10 Ídem, aforismo 1,1, pág. 7.
En las colonias no tuvimos un fenómeno como la Ilustración, fuimos sus destinatarios. Europa era la propietaria del «logos» y lo instauró en sus tierras. Mal podríamos decir con nuestra historia que debemos «abandonar una mirada antropocéntrica» si jamás hemos sido el centro sino periferia. Son obvias y se entienden las críticas al antropocentrismo europeo moderno, pero debemos hilar más fino para no utilizar ingenuamente un discurso abstracto y general que nos dejará aún más despojados y sin identidad. El discurso del «abandono del sujeto cartesiano» también lo hemos comprado sin analizarlo; es que los intelectuales de nuestras comarcas sueñan con entrar en el mundo del logos europeo porque lo consideran un ascenso social. Aunque no lo admitan, anhelan que la academia europea y su hija la norteamericana les reconozcan su identidad, los constituyan; y para eso deben demostrar que están construidos a su imagen y semejanza.
Aquí fuimos receptores, y lo seguimos siendo. El logos fue algo adquirido a un precio muy caro, por eso no sabemos siquiera quiénes somos. Al «yo cartesiano» lo hemos importado junto con el logos y sus categorías, con base en ellas nos pensamos. Juzgamos a la mujer, al varón, la cultura, la educación, la religión, las tradiciones desde una mirada que creemos superior y verdadera. Compramos fardos enteros de esquemas conceptuales y los promocionamos gratis. No tuvimos la creatividad y el coraje que sí tuvieron ellos en figuras como Sócrates y Descartes (por nombrar solo dos) de dudar de lo establecido y poner el fundamento de nuestros conocimientos y certezas en nuestra propia subjetividad, en el «yo pienso». ¡No! Hemos preferido decir: «¡Ustedes piensen y nosotros compramos sus libros y así pensaremos como ustedes!».
La verdad es que nosotros no podemos pensar porque vivimos con miedo a equivocarnos y sentimos que no hemos leído lo suficiente como para poder decir algo sustancioso; tenemos el síndrome del eterno estudiante. Esto queda patente cuando vemos quiénes son los gurúes de la divulgación filosófica en esta parte del mundo: son pregoneros de filósofos europeos. Llenan salas y miles los ven por internet simplemente explicando lo que dijo Platón, Nietzsche, Foucault, Heidegger y algún otro que sea fácil de parafrasear, porque la divulgación masiva no permite la profundidad. Generalmente seleccionan temas simples que conecten con la sensibilidad que atrae al público, luego publican un best seller y listo.
¿Nos vamos a seguir deconstruyendo? ¡Si apenas nos quedan los huesos! Nos despojaron hasta de la ropa interior así que nos queda poco para destruir. Lo confesó el propio Jean Paul Sartre en el prólogo a Los condenados de la tierra, de Fannon: los colonizadores hicieron de los colonizados monstruos sin identidad. Los europeos llevaron la racionalidad y el humanismo a sus colonias y cuando los colonizados quisieron hacer uso autónomo de esa racionalidad y de ese humanismo los masacraron. Es curioso que este texto de Sartre sea tan poco conocido y difundido; es un europeo en un acto de sinceridad sin precedentes en el siglo xx. Los necios que van por ahí dando charlas de deconstrucción y pensamiento débil deberían leerlo y reformular sus ideas.
En las antiguas tierras conquistadas precisamos un «yo fuerte», una subjetividad sólida, aunque sea para mandar todo a la mierda y decir que toda nuestra existencia es un absurdo. Pero debe ser «nuestra» subjetividad la que nos constituya desde dentro y no una identidad que nos sea otorgada y constituida desde el exterior. De lo contrario serán otros los que nos digan cómo debemos pensar y cuáles son los intereses que debemos seguir. No podemos darnos el lujo de diluir al yo en ninguna estructura, en ninguna trama de poder, ni en ningún juego del lenguaje. Precisamos utilizar la amplia gama de alternativas que tenemos y tomar decisiones en camino a nuestra autodeterminación. Utilizar nuestra capacidad de abstracción y fortalecer nuestra autonomía, dejar de vivir en estado de «interpretado».
Por un concepto fuerte de «razón»…
Reivindico un concepto fuerte de razón, porque una razón débil nos impide comunicarnos y establecer acuerdos. Es cierto que a la razón ilustrada nacida en la Modernidad hay que someterla a crítica constante para que no derive en explotación y manipulación de la vida humana con una tecnología desenfrenada, pero nuestra racionalidad es la herramienta que tenemos para dialogar en un mundo diverso y plural. Esto no contradice lo expresado respecto a que el concepto no da cuenta de la realidad y del hombre y que no puede pretender agotarlo en sus abstracciones.
Los abanderados del pensamiento débil y de los «dialectos» expresan que la concepción de razón fuerte con pretensiones de universalidad avasalla las diferencias y singularidades obstaculizando el reconocimiento de la diversidad. ¿Con base en cuáles criterios podemos reconocer la diversidad y cómo podemos establecer dichos criterios si abandonamos un concepto común y fuerte de razón?, le pregunto a quienes piensan así. Se contradicen, caen en aporías y no se dan cuenta; se marean con los aplausos. Para poder dialogar y establecer acuerdos en las sociedades democráticas, y para reconocer al otro como diverso, se requieren principios intersubjetivamente válidos, es decir, acordados entre sujetos que se consideran racionales. Estos acuerdos deben estar fundados en criterios emanados de la razón, de lo contrario ¿sobre qué los fundamentaríamos? ¿En emociones?, son cambiantes; ¿en valores religiosos?, sería arbitrario e inadmisible en el mundo secularizado; ¿en costumbres y tradiciones?, no resistirían el dinamismo del mundo actual. Por eso el criterio debe ser racional, fundado en argumentos sólidamente justificados.
La racionalidad es una facultad cognoscitiva del ser humano fruto de miles de años de evolución y es posible gracias a la complejidad de conexiones entre partículas que conforman nuestro cerebro, ¿por qué habríamos de renunciar a ese logro? La conciencia de nuestra capacidad racional y de que somos movidos por el deseo es algo absolutamente maravilloso. Reconocer, distinguir, discernir, diferenciar, juzgar son todas actividades que podemos realizar únicamente con base en criterios racionales, y no podemos admitir principios que no sean tales para justificar o la unidad o la pluralidad; solo puedo criticar una postura o una opinión con criterios racionales. Aunque tengamos muchas y abismales diferencias culturales, la razón como facultad cognoscitiva de cada sujeto es una sola. Este es el mayor legado de Kant y los ilustrados. El hombre puede autodeterminarse a sí mismo según principios compartidos con otros gracias a esta facultad.
Es cierto que el panorama actual nos dice que es complejo establecer estos principios, pero no me parece que exista algo mejor que la razón como único punto de referencia común para edificar acuerdos y vivir en sociedad. Decir o afirmar la importancia de la tolerancia hacia quien es diferente presupone un principio racional de igualdad de todos los hombres.
También Kant ha caído en desgracia, los posmodernos ven en él a una filosofía escandalosa y caduca por antropocéntrica, dado que propuso a un sujeto cognoscente que a través de las categorías del intelecto constituye a los objetos como tales. Porque en Kant solo hay objetos para un sujeto. Con Foucault a la cabeza procuran que el hombre ya no sea el centro racional y fundamento del conocimiento, y lo explican desde la estructura. Se abandona deliberadamente a la antropología filosófica por la sociología, y en el mejor de los casos por la ética; el hombre pasa a ser un elemento más. Un elemento condicionado por relaciones de poder que controlan y manipulan su comportamiento, así como lo que es verdadero, bueno, racional o no. Aunque parte de este discurso pueda ser verdadero, el ser humano posee un reducto de autonomía que le posibilita decir su propia palabra, y la expresión de esta palabra es el mayor desafío de la educación. Solo el hombre puede ser disruptivo y luchar por causas y derechos, las estructuras no.
Aunque el hombre sea un animal efímero y esté condicionado por su entorno, puede otorgar significado a su existencia e intentar comprenderla. ¿Quién cobrará conciencia ecológica sino un «sujeto», un «yo» lúcido y crítico? Aunque no se lo comprenda como en el pasado como un ente autosuficiente, sino conectado, interrelacionado y con múltiples inteligencias, solo el hombre puede ser principio espontáneo de una cadena causal: generar cambios. Son las personas, los sujetos, los que luchan por sus objetivos y los que pueden orientar la revolución tecnológica a su servicio y no al revés. Aunque la libertad humana sea simplemente contar con más alternativas que el resto de los animales, hacer uso sabio de ellas es la clave. Las estructuras y los entramados de poder no conquistan libertades ni empoderan a nadie. Es el sujeto el que puede cambiar dichas estructuras, aunque sea de modo fatigoso y lento.
Es cierto que las relaciones de poder que conforman toda estructura, sus valores y creencias afectan al hombre. Pero no es menos cierto que esa facultad que llamamos razón es la que preserva un espacio que nos puede salvar de ser un mero engranaje de una máquina que no permite el movimiento. Por eso es deseable que el sujeto, el «yo» lúcido, libre de humo y con el coraje de dudar que inauguró Descartes no desaparezca, porque lo necesitamos. Si Europa se cansó de él o lo convirtió en un asesino, aprendamos la lección, pero por lo menos en estas tierras lo precisamos fuerte y crítico para generar espacios comunes más humanizantes y justos. Incluso para preservar el medioambiente precisamos a un sujeto consciente que sea el protagonista de ese cambio, detenga la depredación y se comprenda como parte del todo.
Solo un ser humano autónomo y racional será capaz de discernir y orientar críticamente un rumbo ético y cabal para la revolución tecnológica sin precedentes que viene de la mano de la inteligencia artificial que desde el siglo pasado avizoraron Theodor Adorno y Max Horkheimer cuandoalertaban sobre el inminente camino hacia un «mundo administrado» 11.
Urge una filosofía underground cada vez más presente que exprese con voz libre una alternativa al funesto statu quo que liquida toda esperanza haciéndonos creer que no hay otro rumbo y otra forma de vida posible.
11 Horkheimer, Max, y Adorno, Theodor, Dialéctica de la Ilustración, Ed. Trotta, España, 2009, pág. 50.