José Luis Gulpio
Licenciado en Filosofía
Posgrado en Gestión Educativa
En el Libro I de su Metafísica Aristóteles afirma: «Lo que ahora queremos decir es esto: que la llamada Sabiduría versa, en opinión de todos, sobre las primeras causas y sobre los principios»[1]. Para el filósofo nacido en la desaparecida ciudad de Estagira, la verdadera filosofía debe ir hasta el hueso, es decir, buscar las primeras causas y no conformarse con explicaciones epidérmicas. Esto último es lo que entiendo sucede con los divulgadores de los aforismos que fácilmente se extraen de los best seller del filósofo surcoreano Byung-Chul Han al que, es cierto, debemos agradecerle su claridad a la hora de exponer temas complejos.
Pero decir que vivimos en la sociedad del rendimiento o del cansancio es referir solo a los síntomas de un fenómeno más profundo dejando del todo desconocidas sus causas. Luego de mucho reflexionar considero que sería más exacto decir que habitamos la sociedad del miedo. Porque en el fondo es el miedo lo que nos arroja a una hiperactividad sin pausa, a procurar rendir hasta sangrar en todas las dimensiones de nuestra vida, a no permitirnos tiempo de disfrute y a la imposibilidad de desconectarnos de nuestro hacer.
Es el mismo miedo que nos hace rechazar al diferente y desear aniquilar las disonancias para tener la tranquilidad de que todo «está en su lugar y donde debe estar». Es el miedo lo que nos ha llevado –y nos lleva aún hoy- a cometer atrocidades y matar a nuestros semejantes con tal de imponer una idea o sistema que nos brinde certezas. El «otro» es el que nos causa miedo, porque amenaza nuestras «ideas claras y distintas». Pero explico mi tesis.
Como ya es conocido, Byung-Chul Han ha instalado el concepto de sujetos de rendimiento[2] para referir a una característica del mundo occidental donde muchos de nosotros, bajo el incuestionado mandamiento de la productividad, sentimos que debemos ser máquinas rendidoras, emprendedores exitosos y prácticamente seres todopoderosos. Este pensador atribuye esto al rostro que ha tomado la sociedad del siglo XXI donde el dogma de la productividad exige que las personas vayamos hasta el límite de nuestras fuerzas para lograr el mayor rendimiento. (Y además exhibir un cuerpo fitness, viajar, hacer posgrados y tener miles de likes en redes sociales).
En este camino ya no sabemos de horarios ni de quietud dado que nos autoexigimos disponibilidad absoluta. La astucia del sistema, alerta Han, es que ahora no tenemos a quien culpar, no hay un patrón que nos explota, sino que somos nuestros propios jefes y verdugos. Pasamos de ser «sujetos de obediencia» a «sujetos de rendimiento»[3]. Y si fracasamos, somos, además, los únicos responsables.
Este diagnóstico puede cuestionarse, pero no parecería estar lejos de lo que verificamos en la vida cotidiana: trabajadores «quemados», altos índices de niños, adolescentes y adultos medicados a causa de depresión o TDAH, jornadas laborales interminables, sentimiento de culpa por «desaprovechar» el tiempo, multitasking. Pero ¿cuál es la causa radical de este estilo de vida de un eterno «Prometeo cansado»[4]? Byung Chul Han no llega a formular esa pregunta; solo describe la fisonomía de una sociedad agotada.
La insatisfacción y sensación de déficit constante que experimentamos por vivir queriendo ser eficaces todo el tiempo (y obviamente no poder lograrlo), es solo una consecuencia de estar arrojados irreflexivamente hacia las cosas. Considero que la causa nuclear de esta situación no es el anhelo de rendimiento ocasionado por el deseo de maximizar beneficios y réditos como afirma Han, sino simplemente por miedo. Pero no cualquier tipo de miedo sino el ancestral, el miedo mítico que sigue presente en nuestra naturaleza a pesar del despliegue inaudito de nuestro poderío técnico.
La manera que tenemos de amortiguar o adormecer ese miedo -desde que dejamos de temerle a los dioses cuando comprendimos que la lluvia o la sequía no dependían de ellos- es intentar dominar la naturaleza y todas las esferas de la realidad. Que no quede nada desconocido ni incierto y que todo lo podamos planificar y prevenir. Arrojarnos al activismo para erradicar las incertidumbres y preguntas que nos causan terror.
En la época del conocimiento y de la búsqueda de certezas, nos aterra lo inconcluso y lo provisorio. Por eso nos obsesionamos con los hechos, con lo que podemos planificar y agendar. Ese es el permanente escape del miedo mítico en el que se encuentra el hombre occidental desde que decidió combatir el «afuera» y subyugar la realidad mediante la ciencia. La historia de occidente así lo demuestra y Homero lo plasma en modo sublime en la Odisea. Ulises es el prototipo de hombre ilustrado que logra vencer fieras, dioses y fuerzas irracionales a través de la astucia de la razón. El pensamiento ilustrado tiene su génesis mucho antes que el llamado Siglo de las Luces.
Si bien es una observación acertada la de Han, no basta decir que en el siglo XXI hemos sustituido los manicomios y cárceles por «torres de oficinas y gimnasios»[5]. La verdadera pregunta filosófica es ¿por qué hemos decidido cargar sobre nosotros nuestro «propio campo de concentración»[6]?
Es probable que esta sea una pregunta que no tenga una única respuesta, pero estimo que la crítica de los mejores exponentes de la Escuela de Frankfurt es uno de los intentos de explicación que más se acercan a las causas por las cuales nos hemos convertido en una sociedad de desasosegados.
Theodor Adorno y Max Horkheimer, en su obra de 1944, Dialéctica de la Ilustración[7], abordan específicamente el núcleo del problema. Ninguno de sus contemporáneos ni de los filósofos actuales han sido ni son tan radicales en la crítica a la racionalidad moderna y sus consecuencias.
En su obra principal afirman que la razón humana es «dialéctica», en el entendido que tiene una dimensión ambigua porque tiende, indefectiblemente, a querer conocer las cosas para dominarlas. Esta es la dinámica del pensamiento humano: «La razón es la instancia del pensamiento calculador que organiza el mundo para los fines de la autoconservación y no conoce otra función que no sea la de convertir el objeto, de mero material sensible, en material de dominio».[8]
Para los autores, desde los estadios más antiguos de la humanidad, encontramos que el pensamiento posee una dinámica que lo hace volcarse hacia el conocimiento de las cosas a través de un proceso identificador. El pensamiento busca «apropiarse» de la realidad y lo hace identificando las cosas con los conceptos que se hace de ellas; esta es la manera humana de conocer. El pensamiento busca captar y sistematizar identificando a través de conceptos.
Es justamente en esta dinámica que Horkheimer y Adorno observan que el pensamiento se transforma en «órgano del dominio»[9] en cuanto que, para poder aprehender los objetos de su conocimiento, los cosifica, los congela. Esto ocurre porque en este proceso, el pensamiento pretende agotar la totalidad de la realidad identificándola con los propios conceptos utilizados para conocerla. «El pensamiento identificante, dilatado primero a razón instrumental, experimenta ahora una segunda ampliación que lo convierte en una lógica del dominio sobre las cosas y sobre los hombres»[10].
El drama es que este mismo procedimiento, conscientes o no, lo aplicamos a toda la realidad, incluida la humana, olvidando que los hombres somos seres dinámicos, naturaleza abierta, proyecto en construcción. Por esta razón aplicamos definiciones o etiquetas a los demás para poder sentirnos seguros. Porque definir, clasificar y, en definitiva, congelar a las personas en los conceptos que nos hacemos de ellas nos genera tranquilidad y nos quita el miedo mítico a lo desconocido. De esta manera sabemos cómo actuar, qué esperar y -en esta cultura bélica en la que vivimos- cómo defendernos.
Es esencial resaltar que la crítica de estos autores no está dirigida al dominio en sí sobre la naturaleza, pues es una realidad necesaria para que la humanidad pueda sobrevivir, desarrollarse y progresar en esta Tierra; ellos no critican ni condenan a la etapa de la Ilustración nacida en el llamado Silgo de las Luces, sino su degeneración en razón instrumental. ¿Qué entienden por razón instrumental? Según su tesis el concepto de razón ha sufrido un cambio fundamental a lo largo de la historia. A la razón comprendida únicamente como una relación funcional entre medios y fines para cumplir un objetivo, la llamaron razón subjetiva porque, justamente, entiende que la razón radica solamente en la «capacidad subjetiva del intelecto»[11]. De ella se distingue la razón objetiva, que es la que el ser humano, en épocas concretas de su historia, encontraba también en la sociedad y en la naturaleza, es decir, también fuera de sí y de sus intereses concretos de autoconservación. De hecho los grandes sistemas filosóficos griegos, así como el medioevo escolástico y el idealismo alemán se apoyaban en «una teoría objetiva de la razón»[12] que podría encontrarse en las relaciones humanas, en la naturaleza o en las instituciones.
En la razón subjetiva lo que trascienda al sujeto, entiéndase hablar del sentido o de lo razonable en sí mismo, cae bajo la esfera de lo sospechoso, de lo «metafísico» y no tiene cabida ni puede ser considerado saber como tal. A esta razón subjetiva que entiende a la razón como instrumento la llaman razón instrumental.
La identificación de razón ilustrada con dominio que proclaman los autores, nos habla de una racionalidad humana que pone en funcionamiento un sistema que degenera en posesión y que se vuelve contra el propio hombre y contra toda realidad material estableciendo una relación de dominación y destrucción. El modo en que tratamos los recursos naturales y el medio ambiente, es una prueba de ello. Los totalitarismos y todo tipo de organización que aniquila personas para imponer una idea o sistema son otra prueba de este tipo de racionalidad instrumental.
Bajo este paradigma no tiene cabida hacerse preguntas éticas sobre el avance tecnológico, equidad de acceso a los beneficios de la ciencia o el hacia donde de nuestro sistema de vida actual. Mucho menos preguntarse por el sentido de la vida humana, el bien común, ideales a realizar o por una posible racionalidad inherente a la realidad existente. La razón se convierte entonces sólo en instrumento y no en una capacidad que puede acercarnos a un conocimiento de realidades que no estén supeditadas a los intereses inmediatos de la subsistencia humana. Lo que importará será el procedimiento en desmedro del momento de reflexión «Lo que importa no es aquella satisfacción que los hombres llaman verdad, sino la operación, el procedimiento eficaz»[13].
Esto se agudiza en la era digital donde la dispersión e inmediatismo obstaculizan la profundidad de pensamiento que, por ser tal, requiere tiempo y quietud.
Y como hemos señalado, lo radical de esta crítica es que sitúa esta degeneración en los propios inicios de la civilización. De este modo afirman tajantemente el resultado meramente utilitario de este proceso: «Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es servirse de ella para dominarla por completo, a ella y a los hombres (…) La Ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores»[14].
El mundo se presentaba misterioso cuando aún el ser humano se sentía totalmente amenazado y sufría las consecuencias de fenómenos naturales que le eran hostiles. Experimentaba su incapacidad para comprender la voluntad de los dioses, poder salvar sus cosechas y preservar a su familia del mal. Se sentía indefenso frente a la potencia de una naturaleza que se le imponía; no lograba comprender el funcionamiento de un entorno que le era indescifrable. El modo de desentrañar estos misterios fue quitando el velo que los volvía incomprensibles: «El programa de la Ilustración era el desencantamiento del mundo. Pretendía disolver los mitos y derrocar la imaginación mediante la ciencia»[15]. Esta desmitologización reduce absolutamente todo a objeto de manipulación con un fin utilitario pues toda la realidad, libre ya de espíritus y de misterios, se convierte en una tierra a conquistar.
Pero la causa de esta carrera volcada a dominar la realidad, que deriva en la actualidad en la llamada sociedad del rendimiento, reitero, es el miedo mítico. Porque: «El hombre cree estar libre del terror cuando ya no existe nada desconocido (…) La Ilustración es el temor mítico hecho radical. La pura inmanencia del positivismo, su último producto, no es más que un tabú en cierto modo universal. Nada absolutamente debe existir fuera, pues la sola idea del exterior es la genuina fuente del miedo»[16].
El estado de agotamiento de muchos de nuestros contemporáneos que, en palabras de Byung-Chul Han, viven explotándose a sí mismos, tiene su origen y fundamento en el miedo mítico a lo incierto, a lo que no entra en una definición ni síntesis, por eso buscamos aplicar conceptos y esquemas a todo y a todos, para poder sentirnos seguros y adormecer ese temor a lo desconocido. Concentrándonos en el rendimiento adormecemos las incertidumbres que nos atemorizan.
Pero si la razón lleva en sí misma esta ambigüedad ¿qué alternativa tenemos? Aquí Horkheimer y Adorno toman caminos separados. El primero propone una permanente autocrítica a la racionalidad moderna para evitar que caiga en la lógica del dominio y esté efectivamente al servicio del ser humano y no al revés. Adorno por su parte cree que la racionalidad occidental no puede liberarse del pensamiento identificante que busca siempre agotar y dominar la realidad identificándola y cosificándola en conceptos. Por eso apunta a la contemplación estética ya que esta, más que poseer, desea contemplar. Porque el arte es una vía de acceso a la verdad de las cosas que no busca el interés utilitario del conocimiento sino la gratuidad del goce y la contemplación.
No hemos asumido un estilo de vida obsesionado con el rendimiento como afirma Han, por el mandato contemporáneo de rendir, sino por el miedo mítico a lo desconocido que vive en nosotros. La historia humana es la historia de la lucha del hombre por erradicar la diferencia que vive como amenazante. El miedo al afuera nos empuja a rendir, a agotar el exterior dominándolo para que no quede nada sin ser sometido a la unicidad tranquilizadora. La pluralidad aterra, por eso preferimos la unidad totalitaria. Un indicio de esto es analizar la enorme cantidad de nuevos movimientos políticos y religiosos y sus discursos radicales que pululan a lo largo y ancho del mundo donde el «otro» es el culpable y el equivocado, sea este homosexual, inmigrante, pobre, trans, mujer o de otra ideología política o religión.
La intransigencia, la adicción a la productividad y la dispersión, son hijas del miedo. Por ello, más que la sociedad del rendimiento, nos queda mejor el sayo de la sociedad del miedo.
[1] ARISTÓTELES, Metafísica, Edit. Gredos, Barcelona 2018, pág. 78.
[2] B. CHUL HAN, La sociedad del cansancio, Ed. Herder, Barcelona 2021, pág.11.
[3] Ibid, pág. 25.
[4] Ibid, pág. 11.
[5] Ibid., pág. 25.
[6] Ibid., pág. 45.
[7] Siguiendo la terminología de los autores, utilizaremos el concepto de Ilustración para referirnos al modo concreto de operar de la razón humana analizado en este artículo; es decir, el concepto de realidad dialéctica y de tensión constante a identificarse con el dominio. Utilizaremos el concepto clásico de Siglo de las Luces para referirnos específicamente a la manifestación histórica de la razón en su modo ilustrado de la época moderna a finales del siglo XVII y durante el siglo XVIII.
[8]M. Horkheimer – T. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Madrid 2009, 131.
[9]Ibid., 162.
[10] J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa, I, Madrid 1999, 483.
[11]Ibid., 17.
[12]Ibid., 16.
[13]M. Horkheimer – T. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Madrid 2009, 61.
[14] Ibid., 60.
[15]Ibid., 59.
[16] Ibid.,70.