Entre fragmentos y Babel

José Luis Gulpio

Licenciado en Filosofía

Posgrado en Gestión Educativa

Se habla de grieta y los orientales nos vanagloriamos de no estar en el grado de situación de nuestros vecinos, sin embargo, basta observar cómo abordamos en la palestra pública los más diversos temas de agenda política, situación sanitaria, seguridad, educación, inundaciones u ola de calor y se constata que estamos en el estado de los habitantes de Babel: no nos entendemos. Los horizontes de comprensión de los protagonistas del debate público son inconmensurables.

Temo afirmar que tal vez ni siquiera tenemos la intención de escucharnos para entender el punto de vista del interlocutor dado que vivimos imbuidos en una especie de cultura bélica que se caracteriza por trasladar a los vínculos interpersonales el ámbito propio de la guerra en el campo de batalla: el “otro” se transforma en un enemigo al cual atacar y del cual me debo defender ¿Qué diálogo es posible así?

Las redes sociales, que en su origen, teóricamente, buscaban ser una herramienta útil para conectar y comunicar, se han transformado en un ámbito que utilizamos solamente para exponer, al grito, lo que queremos decir, en una acción unidireccional. No parece interesar enriquecernos o aprender con el intercambio pues no hay tal cosa como un intercambio. Estos espacios se utilizan más como una especie de “feria” digital donde cada uno tiene su puesto para mostrar y vender sus productos, donde cada uno expone lo suyo sin necesidad de vincularse con el puesto del vecino.

También los debates parlamentarios, así como los paneles televisivos, parecen haber dejado de lado la sana opción por presentar argumentos sólidos a considerar, argumentos sustentados en evidencias empíricas o en principios discursivos de la razón, para optar por exponer, más que nada, opiniones donde por supuesto no falta el argumento “ad hominen” para destruir al contrincante más que a su argumento.

En esta gran plaza “digital” cada uno dice lo que piensa sobre todos los temas, aunque sea un disparate sin el menor asidero en la realidad. La postura del idóneo y experto en un área es equiparada con la del que solo comenta lo que ha googleado unos minutos antes.

Es paradigmático el bajo nivel y la escasa densidad argumentativa que muchos de nuestros representantes políticos revelan en twitter por ejemplo; genera tristeza, aunque existan honrosas excepciones. Pero este problema tiene una raíz más profunda, esta pandemia que ataca al “sistema argumentativo y racional” no es privativa de los uruguayos; como toda pandemia, es mundial.

El filósofo escocés Alasdair Macintyre, en su obra “Tras la virtud”, para explicar el caos y la falta de entendimiento actual a nivel de la ética, utilizaba una imagen que me atrevo a aplicar al universo entero del campo del discurso contemporáneo: “Lo que poseemos, si este parecer es verdadero, son fragmentos de un esquema conceptual, partes a las que ahora faltan los contextos de los que derivaba su significado.”[1]

Los grandes relatos cayeron, se rompieron, solo quedan sus fragmentos desparramados por doquier, imposible volver a unirlos; fragmentos que ya no habitan en el contexto y cosmovisión del cual formaban parte. Cada uno tiene en mano su propio pedacito de verdad.  Sobre cuáles son esos grandes relatos que colapsaron, hay debate, pero los especialistas se atreven a sintetizarlos en los siguientes[2]:

1. la cosmovisión cristiana del mundo que sustentaba a Occidente,

2. el relato marxista (el de Marx y el de los que lo interpretaron poniendo en práctica lo que ellos creyeron era el marxismo)

3. el relato moderno iluminista-positivista de una razón fuerte que, gracias a la ciencia solucionaría todos los males, reinaría la mentalidad científica y se curarían todas las enfermedades

4. el relato capitalista que, obviamente, tiene su motor en la economía. Una economía que, si la dejamos en libertad y a su arbitrio, traería beneficios para todos y erradicaría la pobreza.

Estos grandes relatos dotaban de sentido el discurso y el anhelo de las personas,  proporcionaban cohesión y una comprensión de la realidad. Generaban sentido de pertenencia, tenían un “logos”, un “ethos” por el cual luchar y hasta entregar la vida. Al igual que en la Grecia clásica, el hombre se identifica con el ciudadano, que era parte de un todo, parte integrante de un sueño compartido. El Estado y sus fines eran los fines de la vida del hombre, de ahí surgen los valores, la ética, el bien común o la justicia. Su concreción y grandeza era la grandeza del sujeto; aunque implicara sacrificios, luchar por esa bandera valía la pena.

Cada uno de estos relatos era una cosmovisión, un paradigma con su visión de totalidad. Justamente esto es lo que dice Macintyre que explotó en pedazos; solo quedan de ellos fragmentos. Las razones por las cuales cayeron y provocaron el desengaño de la humanidad daría para otro artículo, pero solo basta mirar la historia: Auschwitz dejó en claro que la razón humana también puede utilizarse para planificar el mal; la economía por sí sola no garantizó el bienestar de toda la humanidad y derivó en la cara más salvaje del capitalismo incumpliendo con su promesa de erradicar la miseria e injusticias. «La miseria, como contraposición de poder e impotencia, crece hasta el infinito junto con la capacidad de suprimir perdurablemente toda miseria»[3]. Crece la economía, crecen las posibilidades técnicas y científicas, crecen nuestras capacidades, pero también crece la miseria y la injusticia que generamos, vaya paradoja. Estos días hemos sido testigos de la última publicación que Oxfam realizó el 17 de enero de 2022: los diez hombres más ricos del mundo han duplicado su fortuna durante esos dos años de Pandemia mientras el 99% de la humanidad se ha empobrecido. Estamos hablando de miles de millones, cifras obscenas.

Tampoco cumplió con sus promesas el relato científico dado que el poderío técnico y científico, -aquel Paraíso profetizado por Comte en el estado totalmente positivo de la humanidad, libre ya de la religión y de la filosofía- no era ingenuo y no logró bienestar para todos. Demostró lo que Heidegger sentenció: “la ciencia no piensa”[4]. La ciencia también puede utilizarse para destruir al ser humano, a la naturaleza y para perfeccionar la industria armamentista antes que llevar agua a los millones de personas que aún no la tienen.

El gran relato cristiano tampoco sustenta ya a occidente como fundamento de la moral, de la cultura y de sentido de todas las estructuras sociales y políticas como otrora. Dejó de ser un elemento de cohesión. El occidente cristiano puede adjetivarse como tal sólo epidérmicamente. La falta de permeabilidad de la teología cristiana y de las Iglesias históricas, para enriquecerse de los avances de las ciencias (psicología, sociología, neurociencia, biología), ha relegado al cristianismo a un papel cada vez más insignificante y ajeno a la vida de la gente y de sus principales problemas. El cristianismo histórico, cuna de eminentes mujeres y varones en la historia de la ciencia, del arte, de la filosofía y de la política de Occidente, está hoy en un proceso de decadencia constante que sólo convoca a fanáticos, conservadores o a aquellos que buscan estructuras rígidas y seguras porque necesitan que les dicten normas desde afuera.

Con la caída de esos grandes relatos la posmodernidad presentó una nueva forma de ver las cosas y de intentar comprender la realidad. Frente a los grandes sistemas omnicomprensivos se opta por pequeñas unidades de sentido; no se quieren grandes narraciones explicativas porque estas fracasaron. Surgen con frescura los famosos dialectos de Vattimo, donde ya no se apuesta por un concepto de razón fuerte pues esta termina generando los totalitarismos[5] y la explotación del hombre por el hombre. La modernidad ya demostró su fracaso. Ahora es el momento de una razón más “débil”, más local y humilde, que opte por habitar en pequeños terrenos del saber; dialectos que buscan reconocer, aceptar e integrar la diversidad y la pluralidad de posturas y miradas sobre diferentes dimensiones de la realidad. Los grandes esfuerzos de la razón dan alergia y es mejor huir de ellos; se prefieren sobrios esfuerzos para abordar únicamente parcelas del saber y de la realidad.

Pero pasar de esta nueva concepción a tener en las manos solo fragmentos de sentido imposibles de unir para lograr el entendimiento, fue muy fácil. Porque la posmodernidad no empezó de cero…todos eran “hijos de…”. Luego del colapso de las grandes cosmovisiones, muchos recogieron los fragmentos que estaban desparramados por el piso y se aferraron a ellos.

Cada uno habla y comprende desde su fragmento conceptual que ya no tiene el contexto en el que fue creado y al cual pertenecía, porque ese contexto era el relato que colapsó. ¿Cómo entendernos entonces? ¿Cómo dialogar? ¿Podemos tener algún acuerdo sobre argumentos que sean aceptados como válidos objetivamente más allá de posturas personales? ¿Cómo aceptar como válido “objetivamente” algún conocimiento, un argumento o una postura concreta para poder dialogar con nuestros interlocutores?

Tal vez el viejo Kant nos puede ayudar con aquellas reflexiones que no pierden vigencia y podamos intentar aceptar un conocimiento válido objetivamente entendiendo “objetivamente” en el sentido kantiano de “intersubjetivamente válido”. El paso que debemos dar en pro del entendimiento y del bien común es establecer acuerdos entre sujetos donde, a través de la razón y en base a principios discursivos de la misma, logremos, aunque sea, dialogar. Por eso sería saludable volver (sin nada de nostalgia sino lanzados hacia el futuro) a la modernidad con su concepto fuerte de razón. Porque aún con un gran déficit y con desigualdades que no permiten más demoras, las conquistas de la Ilustración y de la ciencia, han sido exitosas[6]. ¡La razón puede seguir iluminando! No entreguemos el poder y la conducción de la discusión a los radicalismos políticos, religiosos, a los irracionales y a los que sólo se mueven en base a intereses económicos e ideológicos.

Porque digámoslo con claridad, sin un concepto fuerte de razón y a través de principios racionales ¿cómo vamos a reconocer la diversidad y la pluralidad? ¿cómo reconozco al otro como diverso, en su alteridad y con una dignidad inalienable sino a través de un criterio racional? Los pequeños dialectos, esa razón débil tan querida por gran parte de la posmodernidad, no nos pueden brindar siquiera un fundamento sólido para reconocer a la propia diversidad y a la misma posmodernidad como tal.

Cuando Kant quiso salvar la posibilidad del conocimiento científico (que era el único conocimiento en sentido estricto para él) luego de la gran crisis en el que lo había dejado el empirismo radical de Hume, hizo algunas reflexiones que vienen en nuestro auxilio. Veamos por qué: para él el conocimiento científico avanza gracias a síntesis a priori, gracias a juicios sintéticos a priori. Hablando lisa y llanamente: juicios que a) estén libres del relativismo, es decir que sean universales y necesarios, b) que sumen conocimiento y que no sean solamente discursos que buscan describir y analizar la realidad. El conocimiento científico consta de proposiciones y juicios universales y necesarios. Estos juicios incrementan el caudal cognoscitivo.

            Recordemos algo de filosofía del liceo. Como sabemos, un juicio consiste en la conexión de dos conceptos, uno de los cuales sirve de sujeto y el otro de predicado. Vayamos al clásico ejemplo: “todo cuerpo es extenso”. El concepto de extensión está incluido en el de corporeidad. Enunciar este juicio es sólo explicitar lo que se entiende por cuerpo, no aporta nada nuevo. Sirve solamente para describir una realidad. Este es un juicio analítico.

Pero cuando el concepto que actúa como predicado no está implícito en el concepto que actúa como sujeto, estamos ante un juicio sintético: el predicado añade información del sujeto que no se puede obtener solamente a través de un análisis. Si decimos: “todo cuerpo es pesado”, el concepto “pesado” no se obtiene del concepto de “cuerpo”.

La ciencia utiliza los juicios analíticos para definir, aclarar o explicar. Pero los fundamentales no son estos tipos de juicios que no suman elementos nuevos y poco sirven para el debate de ideas (es importante recordar esto último a la hora de debatir, twittear o participar de un panel de “expertos”: no se puede estar hablando media hora frente a un micrófono o escribir veinte páginas sin decir nada nuevo, sin aumentar el caudal cognoscitivo de los lectores u oyentes. Para que exista verdadero conocimiento no es suficiente describir y repetir una y otra vez la misma idea sólo porque sea nuestra).

El juicio sintético por el contrario amplía mi conocimiento porque siempre me dice algo nuevo.  Pero generalmente los juicios sintéticos los formulamos basados en datos de la experiencia y la ciencia no puede basarse en ellos porque, justamente, por derivar de la experiencia, están sujetos a cambios, por ende, no pueden ser universales y necesarios.

Concluimos entonces que el conocimiento, en sentido estricto, desde esta óptica kantiana, debe fundamentarse en un tercer tipo de juicios. Juicios que abarquen la sinteticidad (que aporten datos nuevos) y su carácter a priori (universales y necesarios para no caer en el relativismo). Estos juicios son entonces los juicios sintéticos a priori.

Cuando reclamamos la aceptación de quién escucha recurrimos a principios intersubjetivamente válidos justificados racionalmente. La filosofía debe fundamentar estos principios para que tengan validez objetiva. Para encontrar esto Kant dice que hay que analizar el rol que tiene el intelecto en esta tarea de encontrar principios válidos racionalmente. La filosofía entera de Kant se dedicó a esto; pero nos iríamos de tema si continuáramos con esta reflexión.

Lo fundamental es cómo poder llegar a esos principios intersubjetivamente válidos justificados racionalmente que nos permitan dialogar, llegar a acuerdos mínimos y trabajar por el bien común y tejer políticas de Estado más allá de mezquindades ideológicas o de los gobiernos de turno. Se requiere, sin dudas, humildad para reconocerle al otro que puede tener razón, que puede enseñarme y que puedo aprender de él. Se requiere honestidad intelectual y abandonar la cultura bélica que siempre ve a un enemigo delante.

En un país como Uruguay donde llevamos orgullosamente la bandera de la laicidad, la pluralidad y la libertad, sólo a través de la razón y del conocimiento expuesto con argumentos sólidos podemos entendernos y trabajar juntos. Uruguay es un caleidoscopio cada vez más diverso y eso requiere llegar a acuerdos y estos deben ser basados en criterios racionales libres de toda arbitrariedad. No tenemos otro punto en común que sea un elemento unificador como puede llegar a suceder en otros países. ¿Cuál es el otro camino? ¿Seguir gritando en las redes sociales? ¿Una fragmentación cada vez mayor? ¿Solo conceptos e ideas que se quieren imponer “de pesados” pero sin argumentos? ¿Sólo dejarnos llevar por intereses económicos o ideológicos que sabemos tienen una visión muy a corto plazo? ¿Cómo se llegará a la tan necesaria reforma educativa, que requiere de sinergia y de integrar miradas diferentes, si sólo vemos enemigos por doquier?

Aunque se consigan menos “me gusta”, menos “seguidores” y menos “retweet” optemos por debates fundamentados en argumentos demostrados racionalmente y libres de intereses que contaminan todo; es más aburrido y menor popular, lo sé, pero es lo mejor a largo plazo para todos.

Sumemos conocimiento, aumentemos el caudal cognoscitivo y el nivel de la discusión. Volvamos a Kant, consideremos a todo interlocutor como un sujeto racional. Volvamos a optar por los argumentos y  por acuerdos válidos entre sujetos racionales que buscan algo más grande que mirar su propio ombligo. Sumemos conocimiento con argumentos y dejemos la cultura del barra brava digital


[1] A. MACINTYRE, Tras la virtud, A & M Gràfic, S.L., Barcelona, 2004, pág. 11.

[2] J.P. FEINMANN, La filosofía y el barro de la historia, Ed. Planeta, Buenos Aires, 2008.

[3] M. Horkheimer – T. Adorno, Dialekiik der Auíklarung, Philosophische Fragmente, New York 1944; trad. española, Dialéctica de la Ilustración, Fragmentos filosóficos, Madrid 2009,91.

[4] M. HEIDEGGER, ¿Qué significa pensar?  (Conferencias en Friburgo en el año 1951 reunidas posteriormente en este libro.

[5] E. LEVINAS, Totalidad e infinito, ensayo sobre la exterioridad, Ed. Sígueme, Salamanca, 2002.

[6] S. PINKER, En defensa de la Ilustración, Ed. Paidós, Barcelona 2018.